miércoles, agosto 06, 2008

Urna (escrito a mis 17)

Ocho muertos. Seis velorios de un negro continuo, llenos de llantos y de vivos, de parientes lejanos y conocidos extraviados. A ella, le han arrebatado la certeza ingenua de la vida, propia de la juventud. Domingo, siete treinta de la noche. Camina cabisbaja la familia por los túneles de una iglesia en las lomas, van en camino a la cripta familiar en donde depositarán a la tía que ha muerto, a la muerta del mes, tan risueña que era. Ahora cargan sus cenizas y creen con ello cargarla a ella. Han llegado. Afuera de la cripta se alcanza a leer: Familia Barón. Cuál es la sorpresa de todos al abrirla y encontrar un sinfin de urnas vacías, compradas quizás por un tío abuelo rico y olvidadas ya. Hace falta entonces quitar una urna para colocar la urna de la tía, no sea que se quede sin salvación. Durante todo aquel proceso torpe, el cristo de musculatura tensa los mira punitivo. Nerea recibe silenciosa la urna vacía, por ser la menor o la que estaba más cerca. Después todos la olvidan y Nerea se lleva la urna a su casa. En el camino de regreso, una ráfaga de felicidad la invade toda, le emociona su nueva adquisición y acaricia el mármol como si acariciara a la misma muerte. Qué placer y qué euforia. Su propia muerte en las manos, piensa. Su propia muerte fría y rectangular. Buen momento para empezar a cargar con ella. ¿Qué hacerle? La respuesta surge por sí sola: se la daría a cada persona de su vida que fuera importante, para que al morir, su urna albergara todos sus recuerdos y al final, su vida misma. Pero su urna acabó su recorrido cuando ella se peleó con su novio (el primero de la lista en tener la urna) y ella no volvió a verla ni a verlo a él. Durante un par de años todavía la quizo recuperar, hasta que entendió que eso era la muerte misma. La que duele, la que falta, la que es sepultada sin memoria.

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