lunes, julio 21, 2008

Primer año de vida.

Es una narración que escribí a los 17. La encontré por casualidad y quise publicarla.

Dormitaba en la cuna. Adjudicarle una conciencia sería pretencioso. Hambre, sed, mierda irritándole las nalgas. La incomodidad propia de ser un bebé, arrojado al mundo, despojado de aquel templo cálido del hedonismo. La caracterizaban sus enormes ojos, desproporcionados con respecto de su cara, observando al mundo (o sea, a nada), con la curiosidad atemática hacia lo desconocido. Nacío en el Distrito Federal, tenía que ser defeña como su padre, pero vivía en Cuernavaca. El calor sofocaba la dulce inercia del ambiente, los grillos cantaban de noche y las cucarachas se jugaban la suerte corriendo entre pisadas gigantes. De pronto, una rata en la cuna. La niña lloró con su llanto mecánico, como cuando pedía leche o tenía sueño o sólo buscaba que mamá -esa sombra enorme- se asomara. Pensar que el llanto es nuestra primera forma de acercarnos al mundo. Así que la madre corrió al encuentro de la criatura chillante, y, pese a que ya no estaba la rata, se encontró un camino de excremento. Sombra enorme: petrificada. Tomó a la criatura de un saltó, mandó a cambiar de lugar la cuna, limpió el cuarto a conciencia, puso trampas para ratas en todas las esquinas y no descansó hasta ver su cadáver de roedor. Curioso el mecanismo maternal, tal vez la niña sólo tenía sed. Con sus ojos enormes veía correr a la madre asustadísima, sin poder interpretar su frenesí de histérica y sin entender todavía que lo que la madre quería era salvarla del mundo, para ella tan hostil, peligroso y sorprensivo. Lo que la madre en ese momento no fue capaz de ver es que para lograr su propósito tendría que matar también a la hija, aniquilarle los deseos y la vitalidad y la esperanza; lo que no suponía es que su hermosa criatura terminaría por hundirse voluntariamente en ese mundo del que ella huía, el único mundo: un mundo de ratas.

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