jueves, agosto 30, 2007

Souvenir de cristal

The darkness which softly wipes away the urgencies and the destinations and the hard edges of reality is felt in an enjoyment that conforms to its depths without resistance and that gives itself over the rumble of the city and the murmur of nature, to the silken, mossy, and liquid substances that caress our bodies, to the odors and savors adrift in their own space.

- Alphonso Lingis.

I.

Estábamos tristes, habíamos estado siempre tristes, pero estaba bien, estaba bien porque eso éramos nosotros y era en esa soledad oscura y más tibia donde terminábamos por reconocernos, en ese silencio de impúdico amarillo, en la cama siempre sin tender, era ahí donde nos encontrábamos y nos volvíamos uno entre las pieles húmedas de besos y lágrimas y qué sé yo idiosincrasias de la vida. Cómo nos amábamos esas noches, más por despecho que por amor pero cómo nos amábamos, con qué sagacidad y de qué manera. Me gustaba al final del día desprenderme de la ropa mojada, de la suciedad de la calle y del zumbido fatídico de mis pensamientos. Abandonarme, quitarme los zapatos y meterme en la cama a mirarle: primero con los ojos, luego con la punta de los dedos y luego sin la punta y luego sin los dedos y con toda la palma y todo el cuerpo hasta la venida y en seguida el descanso.

Y aun entonces seguíamos tristes pero no importaba, no importaba porque en el mohoso vaho de aquel rincón nos sentíamos amparados y en la calidez de nuestro lecho aquella tristeza se adormilaba dócilmente. Era un idilio. Bastaba tan sólo escuchar el estruendoso concierto de la lluvia e imaginarse ahí para que la mente regresara de un salto al humilde nido, o recordar los rostros desconfigurados de allá fuera donde el deber y la familia y las once varillas, para juzgar la suavidad de esas sábanas como el mayor de los dones. Y la guillotina del habla y del famoso sentido quedaba siempre detrás de la puerta, se cerraba el mundo entre el sudor y sus manos recorriendo mis muslos; se cerraba y no reaparecía sino hasta la mañana siguiente a la hora de vestirse y empezar de nuevo la misma historia. Era un idilio, sin duda.

Aunque nunca lo hablamos, él y yo sabíamos (o al menos yo pero lo mismo da), que el secreto de nuestro romance se consolidaba en ese olvido, en ese silencio, en lo que no éramos y en el no amarnos. Habíamos dejado tiempo atrás las promesas y las esperanzas, y sin ellas nos habíamos vuelto libres, libres de caer, de traicionarnos, libres de morir ese mismo día o cualquier otro y sin ningún remordimiento. Y era en esa vacua libertad a media luz que nos desdoblábamos, deliciosamente y por completo, entre rítmicos jadeos y una interminable lucha de síes y noes, de movimientos zigzagueantes, de conquistas impulsivas y exquisitas derrotas: el abecé de nuestra vida.

No hubo persona alguna que escuchara de mis labios su nombre. Incluso a él se lo habré dicho pocas veces o ninguna. Éramos cómplices de nuestra (in)existencia, de fugaces y fantasmagóricas presencias: vivíamos borrando las huellas del otro, negando la hermosa ficción, jugando a esfumarnos. Y estaba bien, estaba bien porque eso éramos nosotros y era en ese sinlugar cálido y más bien siniestro donde nos poseíamos y desposeíamos hasta el perdón de la madrugada.

II.

Ya por la mañana, el mundo entero se restituía con su impositivo Orden. Todos los días eran siempre tan parecidos a sí mismos, tan faltos de novedad o motivo. Hasta los viernes sabían a lunes. Agosto y el agua en los zapatos. Salir corriendo de pórtico en pórtico al trabajo, tomar el metro, llegar, cortesías rutinarias, corregir un texto o dos, ver el reloj, escucharlo, no poderme quitar el tic tac de la cabeza, y apenas van dos horas, y tres, sonidito conciencia, tic tac, ya van cuatro y ya es la hora del almuerzo y la señora de enfrente y sus guisados, y al final del día todavía es agosto y el regreso a casa igual de mojado que la ida y sólo la muerte se había acercado un poco. Y en abril la misma historia pero sin lluvia, y en diciembre la rutina en verde y rojo pero aun rutina. Caras sin rostro, protocolos básicos, paga mediocre, e ida y regreso sola a casa.

Eso en el mejor de los casos, cuando no, aparecía Rosa a la hora de cerrar la oficina e insistía en tomar conmigo el metro, y ahí íbamos las dos en hora pico y de pie, Rosa sin pausas y yo mareada; que si el gobierno no hace nada por nosotros o que si el señor Darío le echó unos ojos hoy en el elevador, que si empezó una nueva dieta o que si sus dos hijos son tremendos y no tienen remedio; y así hasta la última de las estaciones.

Pero curiosamente, en esas horas de dolores de cabeza y cafés aguados, él no existía. Reducido a un sueño difuso, no podía siquiera evocar su rostro. Odiaba mi trabajo y la voz de Rosa, pero no sentía ansias por volver a sus brazos ni recordaba con ensueño aquel Edén triste y amarillo que me aguardaba. Incluso cuando, sin quererlo, aparecía eidético entre mis pensamientos (ruines redes que lo abarcan todo), una vaga indiferencia me inundaba, como si una parte de mí lo repudiara, al mediodía y antes de las ocho, y todo por ser tan simple y nimio y bello y yo tan sujeta a él.

Quizás sólo en el fondo siempre lo supe lejano y bastaba distanciarme un poco para reconocerlo como lo que era, un desconocido. Nunca hubo invasiones ni preguntas, nunca hubo trabas, pero tampoco lazos. Estar con él era estar sola, abismalmente sola, y sin embargo era una soledad tan pacífica y ligera que era difícil desprenderse de ella. Como aquellas noches en que algún mosquito metafísico me taladraba la nuca en forma de recuerdo o premonición, y yo lloriqueaba agitada entre sudores fríos y las sábanas enredándoseme entre las piernas, hasta que una agresiva transición -sonoro grito- me traía de vuelta a la vigilia. Y ahí estaba él, observándome. Sin decirme nada se acercaba mí, me abrazaba, empezaba a cantarme la vieja canción: abrázame y muérdeme, llévate contigo mis heridas, y yo podía volver a cerrar los ojos, respirar profundo, aflojar el cuerpo y con ello el alma e ir regresando así, paulatinamente, a un sueño menos hostil y más libre de mí.

El mundo se reducía en su presencia y brotaba el adentro, sólo con él no había nadie. De igual manera bastaba que él desapareciera para que mi intimidad me saliera disparada por los codos en todas direcciones, para que me convirtiera en uno de ellos de un instante a otro, como un zapato que se deja calzar por el enorme pie del mundo que lo aplasta a cada paso, por las buenas costumbres y mi nombre de pila, católico y compuesto, por mi madre acomodándome el pelo antes de salir, por las Gracias y el Buen Provecho. Sólo con él yo era yo, yo era nada, yo, sólo en su tacto y en su mirada era etérea y sólo ahí podía morir o desear morir o salvarme incluso de la muerte. Él era mi refugio y mi paréntesis, alivio de mi alma.

Mas había que estar muy cerca para recordar aquello, metiendo la llave en el cerrojo por ejemplo, caminando hacia la cama, era entonces –y sólo entonces- cuando recordaba el porqué en esos ojos cansados y esperando.

III.

Pero cuánto podía durar ese hermetismo. La esfera en su letal belleza se quebraría tarde o temprano, estaba escrito: ya sonaban las campanas, ya vibraba desde dentro. Se quebraría y al quebrarse nos quebraríamos todos. El final estaba predicho, se sentía en la contradicción, en la transición diaria del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, de la desnudez al traje sastre y de la náusea frente a la idea de él a la flacura del cuerpo ya en sus brazos. Toda resistencia era inútil, no había más que esperar la caída o, cuando mucho, desearla. Se escuchaba el llamado, se sentía el vértigo; pero ignorarlo nos venía bien y en la palpitante decadencia descansaba la excitación máxima; el abandono y la entrega, el desinterés absoluto y la necesidad desesperada por consolidarnos en el abrazo: sublimes paradojas.

Subsumidos en la sensibilidad lo éramos todo, porque lo podíamos todo. Dioses inmortales entregados a los ritos más bestiales, renacíamos en la carnalidad de la noche y de la compañía. Y en su fuerza mi vaciamiento: él dominándome y yo dominada, él cansado y yo deseante, él deseante y yo entregada. Me cargaba, me volteaba, se acomodaba en la sombra de mi vientre y yo le arañaba la espalda, me adhería a él con vehemencia y con dolor, con sed y con abismo. Él se regocijaba del arqueo de mi espalda o del levantamiento de mis caderas: señales inequívocas del punzante escalofrío. Yo me deshacía entre sus gestos y sus muslos tensos: fieles rastros de vacío. Y una vez habiéndonos poseído es que podíamos descansar, extasiados y devueltos a nosotros mismos en el fino temblor de nuestros huesos.

Sin embargo, aun entregándonos a la embriagadora atmósfera, ambos sabíamos que la amenaza no cesaría. Subversivos pero a la vez laxos éramos espectadores de nuestro final, del continuo resquebrajamiento de la sólida esfera. El mundo andaba suelto y se sentía, estaba ahí, se podía escuchar, dando vueltas, bufando como un loco, receloso, rasgando las puertas y esperando.

Su invasión fue irremediable. Primero con las llamadas telefónicas, de mi hermano diciendo que la tía Coca había muerto, de su amigo de la infancia invitándolo a una reunión de reencuentro; luego los sobres del banco, las fórmulas y el pago de la renta; las preguntas y los supuestos; el señor de la tiendita haciéndome la plática: “¿Y su marido qué tal está? Llevo rato sin verlo.” Y al final, los recuerdos: la foto de su exnovia que accidentalmente encontré con un te amo al borde, la canción que no podía escuchar sin palpitaciones, el nombre prohibido. Pequeñas cosas, objetos sin valor, detalles de diario iban constituyendo nuestra ruina, recordándonos dolorosamente acompañados.

Y entre aquellas reminiscencias del mundo, se filtró el temor. El temor a no ser invencibles, el temor a que la noche fuera como el día o a que la contradicción latente fuera irreconciliable. La ansiedad y el desamparo empezaron a consumirme, la necesidad de certezas, las dudas. Una ráfaga gélida me escarchaba el pecho al aproximarme a la puerta, me temblaban las manos; me horrorizaba la posibilidad de no sentir ternura al entrar, de no transformarme para él y con él, de encontrar lleno el espacio vacío. Poseída por el miedo, empecé a obsesionarme y en el mismo camino se me cruzó el amor. Me empecé a angustiar por estar lejos o cerca, pensaba en él a todas horas y me invadían las fantasías más fatales. Por primera vez, me vi en la necesidad de preguntarle, no sin tormento y culpa, por su pasado y esa vieja foto.

Él primero calló como acostumbraba, para él las palabras siempre fueron artificios vacuos, cuchillas sin dirección, errores humanos innecesarios. Calló. Pero ese silencio era ahora otro y por primera vez me perforó la calma, me aumentó el insomnio. Sin más remedio que la resignación, callé yo también, pero esta vez callaba algo y no nada, algo vivo y con dientes, algo insoportablemente roedor y sólo insoportable. Él lo notó; y el silencio se llenó así de contenido, se volvió una demanda más, como cualquier cosa, como decir Gracias. El secreto se vio colmado de exigencias y ante la presión cedió rendido. Él empezó a preguntar también y en la pregunta no pudo sino regresarme la mirada y amarme no sin menos rencor que el que yo misma sentía.

Y abrimos las cortinas. Tendimos la cama, pintamos el cuarto color melón y se perdió el olor a sexo y a incienso. Festejamos por esas fechas nuestro aniversario y él me vio de gala y yo lo vi peinado. Buscamos nuestro poema, nuestra banca del parque y nuestro nosotros. Lo conoció Rosa. Nos quisimos, nos reímos, nos peleamos. Él se preocupaba si yo llegaba tarde, yo me preocupaba por su preocupación y me disculpaba. Él se disculpaba también, por no ponerme atención cuando le contaba de mi día, por estar de mal humor o por querer ver la tele. Y hablamos. Y hablamos. Él me contó de su fobia por los gatos, yo le conté de cuando el velador quiso abusar de mí. Y así nos fuimos, poco a poco, vaciando.

IV.

Seguíamos haciendo el amor, naturalmente, pero ya no estábamos ni solos ni completos. La posesión estaba cada vez más lejos y el infinito atravesando las pupilas evidenciaba la distancia. Ahora ya no éramos sólo nuestros cuerpos sino que éramos cada objeto de la habitación y cada rastro del mundo, cada gusto por el chocolate o por el frío, por la televisión o por Lévi-Strauss. Éramos todo y tanto, que en la plétora de ser ya no sabíamos estar, contenernos. Nos habíamos perdido. Tan extenso era ahora el universo que ya no éramos ni uno ni lo otro y vivíamos pobres y faltos, ávidos del Edén arrebatado, sedientos del néctar exquisito del goce, del salado ámbar de aquel absoluto ahora prohibido. Obstinados, incluso llegamos a olvidar que en el pasado también habíamos estado tristes. Nuestra historia, ahora bañada de utopía, era y siempre había sido perfecta. Sólo había que alcanzarla. Había que ser dignos de aquello, había que ganarnos el sueño de la esfera, el idilio de antaño.

Colmados del instinto de lo inútil, quisimos reconquistarnos, cansados. Queríamos sólo regresar, dejarnos saturar los sentidos como en un principio, curarnos como aquellas noches en que un roce de caras o de manos bastaba para que un enigmático desliz del tiempo nos suspendiera, para que nos abalanzáramos sobre el otro y nos encontráramos justo a la mitad, quitándonos la ropa con urgencia, tumbándonos torpes a la cama, poseídos por la instintiva petición de nuestra carne. La imagen de brutal oleaje era evocada incansablemente. Yo con la sangre hirviéndome en el sexo, él con el pene palpitante, erectísimo, ambos perdidos entre caricias inquietas y agudos quejidos, y su boca siempre en busca de la mía y mi cuerpo eternamente trémulo y tibio; siempre divinos e intocables, superiores y ajenos al cosmos mismo. Al menos en el orgasmo.

Pero una vez rota la esfera cualquier unión era artificial. Por más que nos besamos con más ganas que nunca y él me recorrió incansablemente el cuerpo con la boca, y me besó la espalda y los brazos y los senos; por más que yo busqué con ansias beber todo su semen queriendo complacerlo y suplicando ser su triste puta, su esclava o su muñeca; por más que lo intentamos, que quisimos soldar la fuga con distintas posiciones y nueva lencería, todo fue en vano. Podía apretarme los pezones con los labios y la lengua, como lo hacía, deliciosamente; podía abrazarlo con toda la fuerza de las piernas; llenarle los oídos de palabras sucias, de gemidos y mordiscos, de saliva; podíamos hacerlo parados o de rodillas o hacer lo que se nos viniera en gana, y la esfera seguiría rota. Todas las pequeñas perversiones caían en saco roto, todo lo que antes constituía nuestro universo era ahora sólo cosa o palabra. Ya sólo un te amo nos sanaba y eso por un segundo, un te amo vacío, un colchón en el abismo del tiempo y la insignificancia.

V.

Y de los ríos de palabras, de risas, de llanto, de lo vivo atravesándonos la garganta, pasamos al hastío y una vez más al silencio pero esta vez vencido. En lo burdo de nuestro despliegue un pudor igual de burdo nos irrumpió de golpe. Empezamos a sentir asco y rechazo, sentíamos rencor y no sentíamos más ganas. Incluso nuestros cuerpos se fueron volviendo humanamente despreciables entre el vello y las estrías, y había que vestirse después del encuentro, había que desviar la mirada y evitar el contacto de los pies fríos durante las horas siguientes en que compartiéramos la cama.

Nos conocíamos por fin. Éramos uno en lo predecible y en lo descaradamente verdadero y blasfemo, éramos uno en nuestros miedos y traumas y eso nos llenaba de un ridículo orgullo, aun cuando en la completa indistinción ya no sabíamos ni mirarnos. Totalmente mutilados, jugábamos de vez en vez a ser dos para amarnos; siguiendo con inercia los viejos rituales, participando del fastidioso simulacro del nosotros ya sin mucho éxito y sin ganas de obtenerlo. Risiblemente mansos actuábamos sólo para amortiguarnos, para evitar el ruido o el pleito, el convivio o el diálogo circular; cualquier cosa que no fuera el final predicho y necesario, cualquier cosa en pudrición que diera rastros de vida, había que anestesiarlo con tensa cordialidad.

Una noche como tantas el arcaico eco del abismo en mi interior empezó a retumbar, lúdico y perverso. Era él y el diablo y las paredes angostas y el resto de mi intranquilidad y zozobra. Me levanté de un salto. Él se había despertado como siempre un segundo antes, me abrazó con una dulzura vieja y recordó quererme por un instante, me apretó contra sí y me besó los párpados: aviéntame y déjame, mientras yo contemplo tu partida, en espera de que vuelvas y tal vez vuelvas por mí. Pero nada vino. Cerré los ojos y fingí dormir. Había llegado el momento. Él no sería nunca más otro. Habían cedido las paredes y estar ahí era ahora como estar en cualquier parte: expuesta, ajena, acompañada.

Al día siguiente regresé a casa de mis padres. Él nunca supo la dirección y no pudo buscarme. Quién sabe si me hubiera buscado de haberla sabido. Desempaqué. El clóset olía a naftalina, la cocina a tarta de manzana y mi cuarto a infancia. Mis padres me compraron ropa nueva y el domingo hubo comida familiar. Se alegraron todos de verme, me hicieron preguntas y me contaron anécdotas. Jugué dominó con mis sobrinos hasta tarde y le ayudé a mi hermana mayor a poner la mesa. Y me quedé ahí, más acompañada que nunca entre mis muñecas en las repisas y los retratos del pasillo, las cenas a las siete y la bendición para dormir. Lo único que pude hacer para evitar la estampida de mundo fue protegerlo a él, y seguí sin decir nunca su nombre. Era el último resquicio de soledad que me quedaba, el último fragmento de la esfera, un souvenir de cristal, un silencio y sólo uno. Todo lo demás se diluyó entre los regalos de Navidad, la visita a la abuela y las preocupaciones de mi nuevo puesto. Al final, eso era la vida. Siempre tan cosida hacia fuera.

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Qué doloroso, qué doloroso dejarlo ir y publicarlo, pero llegó el momento y ya ni modo, aunque haya quien se oponga a que se publique aquí, y aunque sea perfectible y seguramente haya pequeños cambios todavía, llegó el momento y ya ni modo.

1 comentario:

Esta va por ella... aka refulch dijo...

El primer día que lo lei llore horas, lo leo de nuevo y no lloro por que la genteme rodea, solo por eso...



Eres mi idolo.


(...)

Algún día sabras.