Era una sola la atmósfera que con su mohoso vaho se perdía en un delirio compartido, en una humedad solitaria que goteaba y se esparcía en un sinfin de caricias apenas insinuadas, de carencias apenas lúcidas que nos empapaban a ambos con su gracia y su esperanza, con su maloliente algún día y su dulce yo también todavía. Y eso era estar solos. Y eso era estar juntos. Caer con la pesadez del sinremedio en la densa niebla de nuestros abismos, ahí, ahí donde nos necesitábamos, ahí nos volvíamos una sola voz, jadeante y liberada al menos hasta la reintegración y después, de nuevo la caída.
Era una sola atmósfera, simulada, la que nos envolvía con su canto de sirenas, con su oscura y viscosa utopía; y entre la confusión de los olores soñados y las caras y los ruidos, a veces, hasta parecíamos felices; y yo me regocijaba del arqueo de tu espalda y del susurro ven a mí, ven a mí, y tú del levantamiento de mis caderas y mi boca en busca de la tuya y mi cuerpo eternamente trémulo y tibio que se quebraba siempre un poco antes de la llegada.
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