Lo primero que fue tajantemente deliberado por mí fue el final, o mejor dicho, el no-final. No había decisión que tomar, no había intriga sobre los giros inciertos que pudiera dar la noche, pues el límite de las posibilidades se recordaba a sí mismo punzante en mi decidido «no». Y con el «no» puesto sobre la mesa de entrada, lo demás importaba poco y se podía flotar espontáneamente y sin temores en un campo más bien insignificante y libre de toda espera. El vestido era corto, eso fue premeditado, y mis piernas lucían un bello dorado que me costó todo un verano. Sobre mi espalda descendía un lindo escote en forma de V que terminaba en mi espalda baja, sugiriendo apenas lo suficiente. Y yo dispuesta a dejarme afectar por algunas margaritas. Me vi al espejo y me gusté, me veía francamente bella y de eso se trataba todo, del brote de belleza en el despliegue más vivo de la decadencia, del temblor del cuerpo sobre la seda. Era hora y como siempre irreverentemente puntual tocó el timbre. Bajé a abrirle. Qué bonito vestido, y yo sonreí y él rodeo mi cintura con su brazo y yo lo dejé, y subimos y nos servimos vino (y margaritas) y calentamos la cena. Él habló grandilocuente de lo de siempre y de lo que poco importa siempre y cuando pretenda un hilo que nos mantenga juntos. En una elegantísima simulación de atención, yo me inclinaba al frente, recargaba mi barbilla sobre mi mano, fruncía el seño mostrándome interesada, me reía con coquetería de todos sus chistes, y me divertía enormemente ante la burda pretensión constitutiva de todo lazo. Nunca me gustó y nunca lo quise. Eso pensaba al verlo, en sus ojos demasiado pequeños, en su boca demasiado chica o demasiado seca o demasiando lívida o boca para ser besada. La gran farsa y la pasta deliciosa. Subimos a mi cuarto y yo estaba mareada y no podía pensar en nada aunque esa era la idea. Las margaritas siempre me terminan erizando la piel. Demasiado consciente de un segundo a otro de mi cuerpo me enderecé de un salto y fingí caminar con sensualidad. Un espejo en el camino me recordó mi belleza yuxtapuesta con la decadencia de la noche. Me limpié el delineador corrido debajo de los ojos y me sonreí. Esa era yo, ahí estaba, tambaleante. Al llegar a mi cuarto me recosté en la cama, mis piernas relucían en su brillante dorado e invitaban al tacto. Lo llamé a sentarse a mi lado, quería que me viera como yo quería verme, quería que él quisiera tocar mis piernas. Él, por supuesto, no perdió oportunidad: me soltó el pelo con dulzura, me cubrió con una manta porque mis piernas estaban frías y se acostó a mi lado. Se acostó mi lado. Yo cerré los ojos y me dejé ir. Sentía el peso de su pierna sobre la mía, sus caricias sobre mi brazo, y toda mi sensibilidad conspirando en contra de mi voluntad originaria. Qué más da, pensé. Como si no fuera en forma idéntico el «no» al «sí»: un maldito espejo. Lo besé, y en sus brazos seguí repudiando su aroma.
martes, diciembre 18, 2007
El debut
Este cuentico lo encontré entre mis documentos viejos, no sé por qué nunca lo publiqué. Ahí les va:
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