Una pitonisa, sentada de chinito en una plaza, mirando al infinito. Alrededor de ella gente, esperando. Ella mira y mira y hasta parece que piensa. Sabe, que en algún momento habrá de hablar. Sabe que la están esperando. Ella ve el futuro, dicen ellos. Ella, no dice nada. Los dioses la amenazan, le exigen guardar el secreto, ellos también creen en ella, pues ellos, inmortales, ignoran que es de carne, que le duele la espalda, que no ha dormido, que no ve nada. Tensión, expectativa, silencio. La gente la empieza a odiar por tenerlos ahí, esperando, pero ni eso les es suficiente para irse, y siguen a su alrededor, sentados. De pronto, la pitonisa comienza a temblar de forma inverosímil, los ojos se le ponen en blanco y es como si estuviera poseída, se convulsiona, grita, vocifera. El tumulto al ver esto se emociona, la adrenalina se expande progresivamente sobre la masa, la gente se pone de pie, emocionada, reducen el tamaño del círculo para verla más de cerca y mientras ella es un saco de espasmos, ellos ya tienen los ojos dilatados, la cámara en mano, las caras alegres, las bocas sonrientes, abiertas, llenas de espuma. La pitonisa se detiene, está tirada en el suelo, ojos cerrados. Tensión, expectativa, silencio. Nada pasa. La pitonisa ha muerto, tardan en darse cuenta los extraños. La función ha terminado. Quieren conmiserarse, vaya que quieren, pero en vez de eso crece en ellos un rencor extraño, como si en aquel cuerpo feneciente residiera la inutilidad de sus fantasías, la carencia de futuro, la intrascendencia. Un niño con uniforme de secundaria se acerca y le escupe. Nadie hace nada. Todos se retiran paulatinamente a sus casas, asqueados por la pitonisa y por ser ella la muestra de que lo único que hay es instante y éste, nada vale.
Paradójico pensar que eso era lo único que quería tener la pitonisa, el instante, quería tener derecho al instante.
Paradójico pensar que eso era lo único que quería tener la pitonisa, el instante, quería tener derecho al instante.
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