¡Qué hastío reconocerme enamorado! Reconocer en esos ojos la espesa poesía de Béquer suplicando ser pronunciada, y reconocer en mí, al verlos, el deseo profundo de ser ése, el que conceda los caprichos de aquel muerto enamorado; porque son, niña, tus ojos, verdes como el mar, y seguiría…Qué hastío, te digo, qué vergüenza, el fragmento vivo de mi alma traicionándome con ingenuidad adolescente, y yo le digo, son patrañas, perderás, y él insiste en ser tu siervo y mi traidor.
Es terrible, es terrible pues sé, que no puedo ofrecerte nada sino estas líneas que vibran cargadas de un dolor fatal tan semejante al dolor del hombre, que no sorprende más, que no duele ni siquiera en ti, ni siquiera en esos ojos verdes que con indiferencia me leen ahora. Esta, sin duda, debe ser la tan mencionada enfermedad sin cura, qué más sino la muerte sin ese verde que es gala y ornato del bosque en la primavera, que más sino una vida sin tus manos y sin tu voz.
¡Qué infortunio el mío! Desear beber de tus sobras, de tu silencioso desdén, de tu indolencia, y yo que no soy Béquer, y yo que no soy nada sino la promesa de un final.
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